Hace 50 años ardió Avianca

20:15





Su edificio, construido sobre un trozo de la historia bogotana, en la esquina de la carrera 7ª con calle 16, fue presa del fuego durante 14 horas.

Por D.C.D

De testigo de la capilla del Humilladero, en 1887, a casona de dos pisos, en la que murió Francisco de Paula Santander en 1840. Luego, en 1921, un hotel, el Regina que sucumbió en El Bogotazo del 9 de abril de 1948. Y sobre los escombros, del que fuera el primer hotel de lujo en Bogotá, la aerolínea Avianca levantó inicialmente dos pisos que luego, en 1969, llegaron a 42, convirtiéndose entonces en el edificio más alto de Colombia, y que a punto estuvo de desaparecer, en 1973, entre llamas.

El lunes 23 de julio de 1973 el país despertó escuchando noticias emitidas desde Maracaibo, en Venezuela. Los presidentes Rafael Caldera y Misael Pastrana avanzaban en un acuerdo limítrofe entre sus dos países, Venezuela y Colombia, sobre las aguas del golfo de Venezuela. En la radio se habló de la Orden Caro y cuervo que el presidente Pastrana le impuso a su homólogo venezolano. De poco sirvió, días más tarde Caldera rechazó los acuerdos.

A las ocho de la mañana las noticias limítrofes tuvieron que ser suspendidas. Desde el dial 540 de radio Horizonte, Humberto Pieschacón, como todas las mañanas y a bordo de un helicóptero que piloteaba el capitán Jaime Niño, le contaba a sus radioescuchas cómo amanecía la ciudad. Era lo habitual en el programa Vía Libre de la emisora de la cadena RCN. Pero lo que vio esa mañana el periodista fue replicado en todas las emisoras: del edificio de Avianca, en el centro de Bogotá, salía una gigantesca columna de humo. Así se enteró la ciudad, su Cuerpo de Bomberos y su Defensa Civil, del comienzo de una emergencia que tuvo en vilo al país durante 14 horas. Aunque no sería la única:

En Barranquilla el fuego acabó con las instalaciones de la fábrica de pinturas Lumitón y amenazó con hacer volar la vecindad del barrio El Recreo. 50 personas heridas y millonarias pérdidas dejó el fuego en la capital del Atlántico. El mundo, ese lunes trágico, se enteró de dos tragedias aéreas: en la isla de Tahiti un avión se precipitó con 79 pasajeros a bordo; En San Luis, Estados Unidos, otro avión se estrelló en una zona residencial durante una tormenta eléctrica, 81 pasajeros perecieron. Y otro avión, japonés, completaba tres días secuestrado por el grupo terrorista palestino denominado “Hijos del territorio ocupado”. Otro incendio, en el Palacio Presidencial de Haití, hizo volar el depósito de armas y municiones que se hallaba en el sótano.

En Bogotá, quince minutos después de que Pieschacón encendiera las alarmas, la maquinaria del Cuerpo de Bomberos ya había hecho del Parque Santander su campo de operaciones. Pero a las primeras máquinas que aparcaron les faltaron escaleras y mangueras capaces de llegar al piso 14 donde todo inició. En realidad, se trataba del piso 13, pero por aquello de las supersticiones la numeración fue alterada, lo que de nada sirvió a los que buscan una explicación sobrenatural a lo que explica la razón.

Carros mejor equipados, pero no lo suficiente, llegaron rápidamente al lugar cuando el ‘Bornan’ de la iglesia San Francisco marcaba casi las ocho y media de la mañana. Más rápido era el fuego. A la par la Plaza de Bolívar se convertía en un helipuerto de emergencia. Frente a la Catedral se instalaron equipos médicos, personal de la Cruz Roja y la Defensa Civil; damas voluntarias y enfermeras enviadas de todos los hospitales de la ciudad. Todos pendientes de 19 ambulancias, de los equipos de oxígeno, de las camillas que viajaban de lado a lado de la plaza sobre hombros, de grandes ollas que se llenaban de agua. Todo un campo de emergencia donde los nervios de sus protagonistas fueron supervisados por miradas que rápidamente rodearon las vías aledañas a la Plaza.

A las nueve de la mañana, frente al Capitolio y ante la mirada de Monseñor Arturo Landinez, tres helicópteros de Helicol, al mando de los capitanes Alvaro Gingue, Roberto Niño y Gustavo Franco, descendieron, y junto al de la Presidencia de la República, formaron la primera flotilla de rescate que se fue en busca de las personas que desde los últimos pisos habían logrado alcanzar la terraza.

Minutos antes, corriendo con un manojo de llaves en sus manos, Yuber José López, jefe de la vigilancia del edificio, subió abriendo rejas de piso en piso dándole vía libre a todas las escaleras de las plantas. En el 13, o el 14, como era identificado, auxilió a varias personas, pero cuando intentó salir quedó aprisionado por las llamas. “Yo creo, dijo un bombero, que el señor López al ser atrapado por el fuego fue lanzado por los gases concentrados en el piso y salió por una ventana”. Su cuerpo destrozado, que cayó a la terraza del cuarto piso, en la parte sur oriental del edificio, fue levantado a las 8:25 de la mañana. El celador no tenía que estar ahí, su turno había terminado a las ocho de la mañana, pero él, como ex miembro de la Marina, había decidido quedarse a echar una mano. Terminó entregando su vida.

Antes de que la trágica noticia bajara a la Séptima, sobre ella, frente a la puerta del Bank of America, se vio caer la segunda víctima. Efraín Casallas, un mecánico nacido en Úmbita, Boyacá, que hace seis meses había sido trasladado del aeropuerto El Dorado al edificio de Avianca. Envuelto en llamas se arrojó desde el mencionado piso 14, a donde había llegado con unos extinguidores.

Mientras el personal de emergencia ponía todo en orden, mientras salía al rescate el primer helicóptero, por las ventanas del edificio, a la altura del piso 19, se asomó un señor que con un pañuelo en la mano pidió auxilio. Tenía la esperanza de que los socorristas lo vieran en medio de tanto drama. Desde abajo lo vio la muchedumbre: “Se tira… ¡hagan algo!”, atinaron a decir algunos. La impotencia se apoderó de las calles.

Otras personas, en los pisos más cercanos a la Séptima, pedían ser blanco de las mangueras para mojar su miedo. A las 9:15 llegó a la terraza del edificio el primer helicóptero, mientras el piso 13, ocupado por el entonces Instituto de Fomento Industrial, era devastado por el fuego. Solo quedaría el hierro retorcido de las máquinas de escribir.  La madera de los escritorios, la papelería, las cortinas, fueron combustible suficiente para avivar las llamas que, en ese momento, por las ventanas y movidas por el viento, subieron al piso 16.

El fuego siguió escalando, mientras los tres helicópteros de Helicol se turnaban el aterrizaje, de cuatro minutos, en la terraza donde esperaban los que seguían alcanzando la cima del edificio. Cediel y Chávez, dos mecánicos de la primera empresa de helicópteros que tuvo el país, coordinaron la evacuación, evitando que el desespero de las víctimas se abalanzara sobre las naves. “¡Primero las damas!”

Del piso 14 hacia abajo, en el interior del edificio, sin fuego, los nervios prendieron el caos. En medio de la catarata que se formó con el agua que salía de las mangueras - que bajaba por las escaleras - del olor a caucho quemado; entre cenizas, trozos de madera, gritos y humo asfixiante, corrieron con dificultad, y resbalaron, tacones de mujeres desesperadas. Las corbatas se olvidaron por un momento de la formalidad, se colocaron debajo de las tráqueas de los ejecutivos de Proexpo y del Incomex, que bajaron, y rodaron desde el piso 31 donde la historia de nuestro Comercio Exterior se convertía en cenizas. Y hacia arriba, los bomberos derribando puertas para darle salida a la vida.

A las nueve y media de la mañana las ambulancias del Seguro Social y las de la Policía invadieron la Séptima frente al edificio. Arriba todo empeoró, los bomberos, cargados con cilindros de oxígeno, y chupando panela para evitar que se les resecara la garganta, reportaron que en el piso 18 se escuchaban gritos: “Socorro, auxilio, sáquenos de aquí”, pero el humo les impidió ver desde que oficina pedían ayuda, y a tientas todo era más lento. Mientras los vidrios estallaban, y la madera crujía, los socorristas pidieron más refuerzos al capitán Roberto Lanton que desde el piso décimo planeaba la defensa del piso 20, donde la concentración eléctrica era mayor.

La planta 20 fue la elegida en los planos del edificio para alojar el cuarto de emergencia, y en ella, un tanque de agua para usar en caso de incendios. Aunque este edificio “era imposible que se quemara”, dijo Álvaro Sanz, socio de la firma Esguerra Sanz Urdaneta que levantó el edificio, al diario El Tiempo al siguiente día del lunes trágico. La otra mitad de la planta estaba ocupada por el control de los ascensores y el servicio de comunicación telefónica, toda una concentración electrónica que amenazaba con echarle más leña al fuego. Parte del plan era accionar el tanque de agua, pero la persona que tenía las llaves del cuarto quedó encerrada en el ascensor que se atascó antes de llegar al piso uno. Solo hasta las 10:15 de la mañana se logró abrir el elevador, rescatar a las seis personas, coger las llaves y proteger la planta 20. Lo lograron: el fuego pasó del piso 19 al 21 donde el fuego creció con los archivos de la federación de Arroceros. De otro ascensor, 23 personas tuvieron que ser evacuados por la parte de arriba del aparato después de permanecer encerrados casi dos horas.

Abajo, la séptima se comenzó a taponar de ambulancias que transportaban a las dueñas de los tacones, a los de las corbatas, que heridos y asfixiados habían logrado ganar la calle por las escaleras. Los bomberos siguieron comprobando que sus equipos no estaban preparados para atender la emergencia del edificio más alto de la ciudad: ya no solo eran cortas las mangueras, sino que se estallaban en sus manos.  

A las 11 de la mañana el fuego empezó a buscar el piso 22, el de la Caja Agraria y del que solo quedó una pintura firmada por ‘Elisa’.  Al medio día el fuego ya había escalado el piso 25. Más personas pidieron ayuda desde las ventanas, abajo sintieron su pánico y con letreros les dijeron: “Suban”, a las terrazas donde ya operaban los helicópteros de la Fuerza Aérea al mando de los capitanes Ciro Espinel y Baldomero Bedoya. “El humo denso envolvía las naves y parecía enroscarlas”, dijo el comandante (de Helicol) Alberto Guinge en declaraciones a El Tiempo. El alcalde de la ciudad, Aníbal Fernández de Soto, observó desde la Séptima el fuego que ya era incontrolable.

Por las calles los camiones del Edis regaron pelotones de soldados pertenecientes al Batallón Presidencial. Evacuaron el Banco de la República, el de El Tiempo y los demás edificios aledaños. Desde el de la Nacional de Seguros, los bomberos atacaron con sus mangueras. La carrera Séptima y la calle 16 se invadió de papelería y alfombras, de todo lo que pudiera ser presa del fuego y alimentar la emergencia. En el piso 37 se escucharon gritos de dolor: un grupo de mujeres parecía rendirse tras escalar quien sabe cuántos pisos, ya con los ojos cerrados por la acción del humo denso, antes de alcanzar la azotea del edificio. Un último esfuerzo les salvó la vida.

Pasada la una de la tarde, abajo se escucharon explosiones. Se temió por los cilindros de gas del edificio. “Si hubieran sido no estaríamos aquí”, contó un embolador con la misma frialdad que había visto caer a dos personas que se mandaron al vacío antes que terminar quemadas. Atónita fue la mirada de los policías cuando los vieron caer, y pronto cogieron un megáfono para trasmitir un mensaje alarmista con la intención de despejar el área: “se puede venir abajo el edificio”.

Nadie se movió. Todos tenían a quien culpar: a los constructores, a los bomberos por su maquinaria, y hasta a los empleados del edificio por no estar preparados para salir corriendo. Y no faltaron los que juzgaron, con razón, la tragedia: “Solo en este país se les ocurre construir edificios de 40 pisos, cuando las mangueras de los bomberos son para regar jardines”, dijo Javier González Echavarría, estudiante de arquitectura. “Demos gracias a Dios que cuando se prendió el edificio no había ni el 30 por ciento de los empleados”, contó Silvia Restrepo, la enfermera que estaba en el tumulto a la espera de ponerse en acción. Jorge Ochoa Rivero, un contador que no debía andar por la labor, con resentimiento le expresó al periodista de El Tiempo: “Los madrugadores fueron los que pagaron el plato roto, se iban asfixiando mientras sus jefes tranquilamente escuchaban por la radio”.

Los más viejos recordaron otros fuegos en Bogotá, y sin dejar de mirar al cielo seguían hablando. Poco les importaba que sus cuellos estuvieran a punto de sufrir una tensión muscular.

- El de Almacenes Vida dejó 85 muertos

- Pero no todo fue culpa del fuego, a la gente la jodió el pánico

- Y el hijuetantas que cerró la puerta.

- Y el del Ley, ¿qué?

-Ah, pero es que eso si era una cacharrería, todo voló pa’ la mierda…

A ellos debió llegarles la noticia de que un niño de diez años, que miraba el incendio desde el segundo piso de un edificio aledaño con sus compañeros de colegio, resbaló y murió.

 

****

 

De Villavicencio llegaron carros de bomberos, de Cali y Medellín, unidades especializadas. Tarde, porque a las dos el fuego ya se había tomado el resto de los pisos superiores que ardieron por sus cuatro costados. Grandes láminas empezaron a caer al Parque Santander por lo que se ordenó su evacuación. A las 3:30 una ligera lluvia cayó sobre la humarada del edificio, pero era eso, ligera. Solo hasta las 10 de la noche el edificio dejó de ser una antorcha gigante. Dos horas más tarde se logró el rescate de la totalidad de los ocupantes del edificio, 230 de ellos de la azotea donde Cediel y Chávez no tuvieron descanso. El topógrafo de la Caja Agraria, Francisco Zárate, fue hallado sin vida. Pereció asfixiado. El capitán Luis Alberto Acuña, jefe de los bomberos de las FAC, lo encontró en el piso 28, recostado sobre la mesa donde reposaba la greca. Intentó revivirlo, y al comprender que poco podía hacer por él, decidió cargarlo y subir las escaleras -en espiral- de los pisos que faltaban para llegar a la azotea. Ahí le contaron que había subido con un muerto al hombro. Fue el quinto nombre de la lista negra. Otras listas, que completaron 81 nombres, se pegaron en la puerta de diferentes hospitales donde se atendieron a los heridos.

El edificio que costó 130 millones de pesos, inaugurado en 1969, entonces promocionado como el más alto del país -160,94 metros- y construido con la última tecnología antisísmica, no resistió un incendio. De las 40 plantas, 26 fueron consumidas por las llamas. ​

Mientras se apagó el fuego, los bomberos fueron héroes que conquistaron pisos, dentro y fuera de el. Con insuficientes equipos para la labor aguantaron el fuego, y las ganas de llorar al ver la tragedia que no pudieron contar porque sus superiores les prohibieron dar declaraciones. Como si nadie hubiera visto las mangueritas…También los pilotos a cargo de las naves que se sacudían como cáscaras de huevo a merced de las turbulencias producidas por las diferentes temperaturas. Un Capitán, un Sacerdote y un Torero paracaidista merecen mención especial, en otro apartado que luego contaremos. Si la tragedia no alcanzó las víctimas que, si dejaron los incendios del Almacén Vida o el del Ley, del que hablaban los curiosos de la Séptima, fue gracias a ellos. Ya eran otros tiempos, claro, pero las mangueras, como antes, seguían siendo cortas.


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Las declaraciones de los testigos que aparecen en el anterior texto fueron hechas a los periodistas del diario El Tiempo para su edición del martes 24 de julio de 1973.


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