Su edificio, construido sobre un trozo de la historia bogotana, en la esquina de la carrera 7ª con calle 16, fue presa del fuego durante 14 horas.
Por D.C.D
De testigo de la capilla
del Humilladero, en 1887, a casona de dos pisos, en la que murió Francisco de
Paula Santander en 1840. Luego, en 1921, un hotel, el Regina que sucumbió en El
Bogotazo del 9 de abril de 1948. Y sobre los escombros, del que fuera el primer
hotel de lujo en Bogotá, la aerolínea Avianca levantó inicialmente dos pisos
que luego, en 1969, llegaron a 42, convirtiéndose entonces en el edificio más
alto de Colombia, y que a punto estuvo de desaparecer, en 1973, entre llamas.
El lunes 23
de julio de 1973 el país despertó escuchando noticias emitidas desde Maracaibo,
en Venezuela. Los presidentes Rafael Caldera y Misael Pastrana avanzaban en un
acuerdo limítrofe entre sus dos países, Venezuela y Colombia, sobre las aguas
del golfo de Venezuela. En la radio se habló de la Orden Caro y
cuervo que el presidente Pastrana le impuso a su homólogo venezolano. De
poco sirvió, días más tarde Caldera rechazó los acuerdos.
A las ocho
de la mañana las noticias limítrofes tuvieron que ser suspendidas. Desde el
dial 540 de radio Horizonte, Humberto Pieschacón, como todas las mañanas y a
bordo de un helicóptero que piloteaba el capitán Jaime Niño, le contaba a sus
radioescuchas cómo amanecía la ciudad. Era lo habitual en el programa Vía Libre
de la emisora de la cadena RCN. Pero lo que vio esa mañana el periodista fue
replicado en todas las emisoras: del edificio de Avianca, en el centro de
Bogotá, salía una gigantesca columna de humo. Así se enteró la ciudad, su
Cuerpo de Bomberos y su Defensa Civil, del comienzo de una emergencia que tuvo
en vilo al país durante 14 horas. Aunque no sería la única:
En
Barranquilla el fuego acabó con las instalaciones de la fábrica de pinturas
Lumitón y amenazó con hacer volar la vecindad del barrio El Recreo. 50 personas
heridas y millonarias pérdidas dejó el fuego en la capital del Atlántico. El
mundo, ese lunes trágico, se enteró de dos tragedias aéreas: en la isla de
Tahiti un avión se precipitó con 79 pasajeros a bordo; En San Luis, Estados
Unidos, otro avión se estrelló en una zona residencial durante una tormenta
eléctrica, 81 pasajeros perecieron. Y otro avión, japonés, completaba tres días
secuestrado por el grupo terrorista palestino denominado “Hijos del territorio
ocupado”. Otro incendio, en el Palacio Presidencial de Haití, hizo volar el depósito
de armas y municiones que se hallaba en el sótano.
En Bogotá,
quince minutos después de que Pieschacón encendiera las alarmas, la maquinaria
del Cuerpo de Bomberos ya había hecho del Parque Santander su campo de
operaciones. Pero a las primeras máquinas que aparcaron les faltaron escaleras
y mangueras capaces de llegar al piso 14 donde todo inició. En realidad, se
trataba del piso 13, pero por aquello de las supersticiones la numeración fue
alterada, lo que de nada sirvió a los que buscan una explicación sobrenatural a
lo que explica la razón.
Carros
mejor equipados, pero no lo suficiente, llegaron rápidamente al lugar cuando el
‘Bornan’ de la iglesia San Francisco marcaba casi las ocho y media de la mañana.
Más rápido era el fuego. A la par la Plaza de Bolívar se convertía en un
helipuerto de emergencia. Frente a la Catedral se instalaron equipos médicos, personal
de la Cruz Roja y la Defensa Civil; damas voluntarias y enfermeras enviadas de
todos los hospitales de la ciudad. Todos pendientes de 19 ambulancias, de los
equipos de oxígeno, de las camillas que viajaban de lado a lado de la plaza
sobre hombros, de grandes ollas que se llenaban de agua. Todo un campo de
emergencia donde los nervios de sus protagonistas fueron supervisados por
miradas que rápidamente rodearon las vías aledañas a la Plaza.
A las nueve
de la mañana, frente al Capitolio y ante la mirada de Monseñor Arturo Landinez,
tres helicópteros de Helicol, al mando de los capitanes Alvaro Gingue,
Roberto Niño y Gustavo Franco, descendieron, y junto al de la Presidencia de la
República, formaron la primera flotilla de rescate que se fue en busca de las
personas que desde los últimos pisos habían logrado alcanzar la terraza.
Minutos
antes, corriendo con un manojo de llaves en sus manos, Yuber José López, jefe
de la vigilancia del edificio, subió abriendo rejas de piso en piso dándole vía
libre a todas las escaleras de las plantas. En el 13, o el 14, como era
identificado, auxilió a varias personas, pero cuando intentó salir quedó
aprisionado por las llamas. “Yo creo, dijo un bombero, que el señor
López al ser atrapado por el fuego fue lanzado por los gases concentrados en el
piso y salió por una ventana”. Su cuerpo destrozado, que cayó a la terraza
del cuarto piso, en la parte sur oriental del edificio, fue levantado a las
8:25 de la mañana. El celador no tenía que estar ahí, su turno había terminado
a las ocho de la mañana, pero él, como ex miembro de la Marina, había decidido
quedarse a echar una mano. Terminó entregando su vida.
Antes de
que la trágica noticia bajara a la Séptima, sobre ella, frente a la puerta del Bank
of America, se vio caer la segunda víctima. Efraín Casallas, un mecánico nacido
en Úmbita, Boyacá, que hace seis meses había sido trasladado del aeropuerto El
Dorado al edificio de Avianca. Envuelto en llamas se arrojó desde el mencionado
piso 14, a donde había llegado con unos extinguidores.
Mientras el
personal de emergencia ponía todo en orden, mientras salía al rescate el primer
helicóptero, por las ventanas del edificio, a la altura del piso 19, se asomó
un señor que con un pañuelo en la mano pidió auxilio. Tenía la esperanza de que
los socorristas lo vieran en medio de tanto drama. Desde abajo lo vio la
muchedumbre: “Se tira… ¡hagan algo!”, atinaron a decir algunos. La
impotencia se apoderó de las calles.
Otras personas,
en los pisos más cercanos a la Séptima, pedían ser blanco de las mangueras para
mojar su miedo. A las 9:15 llegó a la terraza del edificio el primer
helicóptero, mientras el piso 13, ocupado por el entonces Instituto de Fomento
Industrial, era devastado por el fuego. Solo quedaría el hierro retorcido de
las máquinas de escribir. La madera de
los escritorios, la papelería, las cortinas, fueron combustible suficiente para
avivar las llamas que, en ese momento, por las ventanas y movidas por el
viento, subieron al piso 16.
El fuego siguió
escalando, mientras los tres helicópteros de Helicol se turnaban el
aterrizaje, de cuatro minutos, en la terraza donde esperaban los que seguían
alcanzando la cima del edificio. Cediel y Chávez, dos mecánicos de la primera
empresa de helicópteros que tuvo el país, coordinaron la evacuación, evitando
que el desespero de las víctimas se abalanzara sobre las naves. “¡Primero
las damas!”
Del piso 14
hacia abajo, en el interior del edificio, sin fuego, los nervios prendieron el
caos. En medio de la catarata que se formó con el agua que salía de las
mangueras - que bajaba por las escaleras - del olor a caucho quemado; entre
cenizas, trozos de madera, gritos y humo asfixiante, corrieron con dificultad,
y resbalaron, tacones de mujeres desesperadas. Las corbatas se olvidaron por un
momento de la formalidad, se colocaron debajo de las tráqueas de los ejecutivos
de Proexpo y del Incomex, que bajaron, y rodaron desde el piso 31 donde la
historia de nuestro Comercio Exterior se convertía en cenizas. Y hacia arriba, los
bomberos derribando puertas para darle salida a la vida.
A las nueve
y media de la mañana las ambulancias del Seguro Social y las de la Policía
invadieron la Séptima frente al edificio. Arriba todo empeoró, los bomberos,
cargados con cilindros de oxígeno, y chupando panela para evitar que se les
resecara la garganta, reportaron que en el piso 18 se escuchaban gritos:
“Socorro, auxilio, sáquenos de aquí”, pero el humo les impidió ver desde que
oficina pedían ayuda, y a tientas todo era más lento. Mientras los vidrios
estallaban, y la madera crujía, los socorristas pidieron más refuerzos al
capitán Roberto Lanton que desde el piso décimo planeaba la defensa del piso
20, donde la concentración eléctrica era mayor.
La planta
20 fue la elegida en los planos del edificio para alojar el cuarto de
emergencia, y en ella, un tanque de agua para usar en caso de incendios. Aunque
este edificio “era imposible que se quemara”, dijo Álvaro Sanz, socio de
la firma Esguerra Sanz Urdaneta que levantó el edificio, al diario El
Tiempo al siguiente día del lunes trágico. La otra mitad de la planta
estaba ocupada por el control de los ascensores y el servicio de comunicación
telefónica, toda una concentración electrónica que amenazaba con echarle más
leña al fuego. Parte del plan era accionar el tanque de agua, pero la persona
que tenía las llaves del cuarto quedó encerrada en el ascensor que se atascó
antes de llegar al piso uno. Solo hasta las 10:15 de la mañana se logró abrir
el elevador, rescatar a las seis personas, coger las llaves y proteger la
planta 20. Lo lograron: el fuego pasó del piso 19 al 21 donde el fuego creció
con los archivos de la federación de Arroceros. De otro ascensor, 23 personas
tuvieron que ser evacuados por la parte de arriba del aparato después de
permanecer encerrados casi dos horas.
Abajo, la
séptima se comenzó a taponar de ambulancias que transportaban a las dueñas de
los tacones, a los de las corbatas, que heridos y asfixiados habían logrado ganar
la calle por las escaleras. Los bomberos siguieron comprobando que sus equipos
no estaban preparados para atender la emergencia del edificio más alto de la
ciudad: ya no solo eran cortas las mangueras, sino que se estallaban en sus
manos.
A las 11 de
la mañana el fuego empezó a buscar el piso 22, el de la Caja Agraria y del que
solo quedó una pintura firmada por ‘Elisa’.
Al medio día el fuego ya había escalado el piso 25. Más personas pidieron
ayuda desde las ventanas, abajo sintieron su pánico y con letreros les dijeron:
“Suban”, a las terrazas donde ya operaban los helicópteros de la Fuerza Aérea al
mando de los capitanes Ciro Espinel y Baldomero Bedoya. “El humo denso
envolvía las naves y parecía enroscarlas”, dijo el comandante (de Helicol)
Alberto Guinge en declaraciones a El Tiempo. El alcalde de la ciudad, Aníbal
Fernández de Soto, observó desde la Séptima el fuego que ya era incontrolable.
Por las
calles los camiones del Edis regaron pelotones de soldados pertenecientes al
Batallón Presidencial. Evacuaron el Banco de la República, el de El Tiempo y
los demás edificios aledaños. Desde el de la Nacional de Seguros, los bomberos
atacaron con sus mangueras. La carrera Séptima y la calle 16 se invadió de
papelería y alfombras, de todo lo que pudiera ser presa del fuego y alimentar
la emergencia. En el piso 37 se escucharon gritos de dolor: un grupo de mujeres
parecía rendirse tras escalar quien sabe cuántos pisos, ya con los ojos
cerrados por la acción del humo denso, antes de alcanzar la azotea del
edificio. Un último esfuerzo les salvó la vida.
Pasada la
una de la tarde, abajo se escucharon explosiones. Se temió por los cilindros de
gas del edificio. “Si hubieran sido no estaríamos aquí”, contó un
embolador con la misma frialdad que había visto caer a dos personas que se
mandaron al vacío antes que terminar quemadas. Atónita fue la mirada de los
policías cuando los vieron caer, y pronto cogieron un megáfono para trasmitir
un mensaje alarmista con la intención de despejar el área: “se puede venir
abajo el edificio”.
Nadie se
movió. Todos tenían a quien culpar: a los constructores, a los bomberos por su maquinaria,
y hasta a los empleados del edificio por no estar preparados para salir
corriendo. Y no faltaron los que juzgaron, con razón, la tragedia: “Solo en
este país se les ocurre construir edificios de 40 pisos, cuando las mangueras
de los bomberos son para regar jardines”, dijo Javier González Echavarría, estudiante
de arquitectura. “Demos gracias a Dios que cuando se prendió el edificio no
había ni el 30 por ciento de los empleados”, contó Silvia Restrepo, la
enfermera que estaba en el tumulto a la espera de ponerse en acción. Jorge
Ochoa Rivero, un contador que no debía andar por la labor, con resentimiento le
expresó al periodista de El Tiempo: “Los madrugadores fueron los que
pagaron el plato roto, se iban asfixiando mientras sus jefes tranquilamente
escuchaban por la radio”.
Los más
viejos recordaron otros fuegos en Bogotá, y sin dejar de mirar al cielo seguían
hablando. Poco les importaba que sus cuellos estuvieran a punto de sufrir una
tensión muscular.
- El de
Almacenes Vida dejó 85 muertos
- Pero
no todo fue culpa del fuego, a la gente la jodió el pánico
- Y el
hijuetantas que cerró la puerta.
- Y el
del Ley, ¿qué?
-Ah,
pero es que eso si era una cacharrería, todo voló pa’ la mierda…
A ellos
debió llegarles la noticia de que un niño de diez años, que miraba el incendio
desde el segundo piso de un edificio aledaño con sus compañeros de colegio,
resbaló y murió.
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De
Villavicencio llegaron carros de bomberos, de Cali y Medellín, unidades
especializadas. Tarde, porque a las dos el fuego ya se había tomado el resto de
los pisos superiores que ardieron por sus cuatro costados. Grandes láminas
empezaron a caer al Parque Santander por lo que se ordenó su evacuación. A las
3:30 una ligera lluvia cayó sobre la humarada del edificio, pero era eso,
ligera. Solo hasta las 10 de la noche el edificio dejó de ser una antorcha
gigante. Dos horas más tarde se logró el rescate de la totalidad de los
ocupantes del edificio, 230 de ellos de la azotea donde Cediel y Chávez no
tuvieron descanso. El topógrafo de la Caja Agraria, Francisco Zárate, fue hallado
sin vida. Pereció asfixiado. El capitán Luis Alberto Acuña, jefe de los
bomberos de las FAC, lo encontró en el piso 28, recostado sobre la mesa donde
reposaba la greca. Intentó revivirlo, y al comprender que poco podía hacer por
él, decidió cargarlo y subir las escaleras -en espiral- de los pisos que
faltaban para llegar a la azotea. Ahí le contaron que había subido con un
muerto al hombro. Fue el quinto nombre de la lista negra. Otras listas, que
completaron 81 nombres, se pegaron en la puerta de diferentes hospitales donde
se atendieron a los heridos.
El edificio
que costó 130 millones de pesos, inaugurado en 1969, entonces promocionado como
el más alto del país -160,94 metros- y construido con la última tecnología
antisísmica, no resistió un incendio. De las 40 plantas, 26 fueron consumidas
por las llamas.
Mientras se
apagó el fuego, los bomberos fueron héroes que conquistaron pisos, dentro y
fuera de el. Con insuficientes equipos para la labor aguantaron el fuego, y las
ganas de llorar al ver la tragedia que no pudieron contar porque sus superiores
les prohibieron dar declaraciones. Como si nadie hubiera visto las mangueritas…También
los pilotos a cargo de las naves que se sacudían como cáscaras de huevo a
merced de las turbulencias producidas por las diferentes temperaturas. Un
Capitán, un Sacerdote y un Torero paracaidista merecen mención especial, en
otro apartado que luego contaremos. Si la tragedia no alcanzó las víctimas que,
si dejaron los incendios del Almacén Vida o el del Ley, del que hablaban los
curiosos de la Séptima, fue gracias a ellos. Ya eran otros tiempos, claro, pero
las mangueras, como antes, seguían siendo cortas.
***
Las declaraciones de los testigos que aparecen en el anterior texto fueron hechas a los periodistas del diario El Tiempo para su edición del martes 24 de julio de 1973.
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*Reservados todos los derechos. De acuerdo con las disposiciones vigentes sobre propiedad intelectual, podrán citarse fragmentos de este blog, caso en el cual deberá indicarse la fuente y los nombres de los autores de la obra respectiva, siempre y cuando tales citas se hagan conforme a los usos honrados y en una medida justificada por el fin que se persiga, de tal manera que con ello no se efectúe una reproducción no autorizada de la obra citada.
En el verano de 1983, diez colombianos se convirtieron en los primeros
ciclistas aficionados en correr el Tour de Francia.
Rescatamos de la web, apartes de un articulo escrito por Sinar Alvarado,
periodista nacido en Valledupar, en la que varios protagonistas recuerdan esa histórica escapada hace
ya 40 años.
***
Empezaba la carrera y los colombianos no estaban listos. Quiero decir, no del todo. Estaban excitados y ansiosos; muertos de miedo ante la novedad y el compromiso que enfrentaban. Varias veces buscaron el monte para orinar nerviosos junto a la carretera. Algunos, como cualquier entusiasta, querían pedir autógrafos a los ciclistas famosos que correrían a su lado. Frente a estos pequeños actos de indisciplina, los organizadores decidieron multar con setenta francos a cada infractor. Empezaba la carrera y los colombianos ya estaban endeudados.
Aquel 1º de julio de 1983, por primera vez en setenta años de historia,
en la localidad de Fontenay-sous-Bois, el Tour de Francia partió con diez
ciclistas aficionados en sus filas. Correrían 3.809 kilómetros y 23 etapas
entre un lote de 130 profesionales curtidos: los mejores del mundo. Pero de
esos diez pioneros, solo cinco cruzarían la meta en París.
*
A principios de los ochenta el Tour lucía apagado y sin bríos: le hacía
falta una renovación urgente. Pero los cambios posibles eran pocos. Y uno de
ellos, bastante improbable, consistía en reanimar la antigua competencia
inyectándole varios litros de sangre nueva. Desde Colombia, un país lejano y
atrasado, con montañas imposibles que parían rudos ciclistas sin pulir, un tipo
sagaz reconoció en esa crisis su oportunidad. Miguel Ángel Bermúdez –un
visionario, decían algunos; un desquiciado, creían otros– se estrenaba entonces
como presidente de la Federación Colombiana de Ciclismo. Recién llegado al
cargo, entre finales de 1979 y principios de 1980, hizo su primera movida de
aproximación:
–Contraté a una secretaria bilingüe, porque el idioma del ciclismo es el
francés. Ella traducía nuestros boletines y los enviaba a Francia. Y al mismo
tiempo traducía al español lo que mandaban los medios y las organizaciones
ciclísticas de allá. Así empezamos a hacer lobby. En esa época estábamos
en una Vuelta a Colombia cuando recibí el perfil del Tour de l’Avenir, que es
una carrera para ciclistas amateurs. Entonces mandamos un equipo encabezado por
Alfonso Flórez, y ganamos en 1980.
Flórez, un ciclista de Bucaramanga, venció contra todo presagio al ruso
Sergueï Soukhoroutchenkov, el mejor corredor aficionado de aquel momento.
Flórez era el primer ciclista no europeo que ganaba la prueba. Y al año
siguiente otro colombiano, el boyacense Patrocinio Jiménez, terminó de tercero
en la misma competencia. Ambos, sin saberlo, estaban abriendo las puertas a sus
paisanos en los circuitos de Europa.
Basado en estos antecedentes, Bermúdez atacó:
–Fui y hablé con Félix Lévitan, el director del Tour de Francia, y le
dije: “Oiga, los colombianos son el show aquí. ¿Por qué no nos invita, les
damos la pelea a los rusos y levantamos esto?”.
A Lévitan le sonó la propuesta, pero llevarla a cabo exigía cambiar los
estatutos de la carrera más importante, y cambiar además el reglamento de la
Unión Ciclista Internacional. Solo así el Tour podría funcionar como un evento
abierto, y permitir la entrada de varios equipos aficionados. Bermúdez viajó a
Europa varias veces a partir de 1980, y logró convertirse en delegado ante la
Federación Internacional Amateur de Ciclismo. Las gestiones siguieron, varios
equipos (Rusia y Venezuela entre ellos) recibieron invitaciones, pero solo
Colombia aceptó el reto. Y en pleno Tour de 1982, el propio Lévitan hizo por
fin ante los medios el anuncio oficial: un equipo de diez ciclistas colombianos
correría la gran vuelta del año siguiente.
Pero los corredores franceses pusieron algunas condiciones antes de
dejarlos entrar. Ellos sabían que los colombianos eran buenos escaladores,
peligrosos en la altura; de modo que exigieron a la organización un recorrido
que incluyera largas etapas llanas al principio de la competencia. Etapas como
la cuarta, de Roubaix a El Havre, la más extensa de todo el Tour: 300
kilómetros que iban a moler las piernas de los escarabajos antes de ver
siquiera la primera montaña. La estrategia de los ciclistas profesionales, dice
Rafael Mendoza, enviado especial de El Espectador, era simple:
–Cansarlos. Que, al llegar a la montaña, los colombianos no tuvieran con
qué subir.
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Una película documental del director Ciro Duran, rodada en 1985 en Bogotá, que permite entender la dinámica de esta ciudad en la década de los años 1980 a través del trasporte público.
La obra obtuvo el premio Bochica de Oro en el segundo Salón
Internacional de Cine de Bogotá, y el premio Chigüiro de Oro en la segunda
edición del Festival de Cine del Desarrollo en Bogotá.
La guerra del centavo es una de varias películas destacadas
de Durán, quien también es autor de películas como Gamín, La toma de la
embajada. Su impacto internacional se sintió hasta Alemania, donde participó
en el 28° Festival Documental y Cortometraje de Leipzig.
Entre los años 1945 y 1957, en Colombia, la educación de enseñanza Primaria comenzó a expandirse. El gobierno, que no contaba con el recurso disponible para atender la nueva demanda escolar en el campo, acudió a la Policía para que contribuyera en este campo. Desde 1937, la Escuela General Francisco de Paula Santander, en Bogotá, transformó el nivel educativo de los uniformados por lo que se decidió que ellos compartieran sus conocimientos con los estudiantes de los sitios alejados de la ciudad.
Por D.C.D.
Fueron conocidos como Agentes Alfabetizadores.
Además de asumir sus retos policiales
dedicaron parte de su tiempo a dar clases en escuelas de vereda, a donde no
llegaban los profesores de la ciudad, como lo expresó Aline Helg -investigadora
que recorrió Latinoamérica- en su libro La educación en Colombia: “Ya
para los años 50, el país comenzaba a movilizarse hacia cambios estructurales en
sus bases. Las diferencias entre la escuela rural y la escuela urbana eran
grandes, los docentes no se sentían atraídos por trabajar en el campo,
apartados de la civilización con sueldos bajos. Las condiciones de enseñanza
dependían, en parte, de la riqueza del municipio”.
Así, los miembros de la Policía se pusieron en
la labor de impartir sus conocimientos. Lo hacían en salones que, la mayoría, no
se distinguían de las habitaciones típicas de las regiones, construidas con armaduras
de guadua y cubiertas de paja; algunas con una puerta y la mayoría sin ella. Otras
escuelas disponían de dos habitaciones: una para las clases y la otra servía de
alojamiento al maestro, pero en la mayoría de los casos la misma pieza tenía
los dos usos, como también lo anotó Aline Helg.
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En 1950 la legislación ratificó las diferencias entre escuela urbana y escuela rural, alejando
lo que para muchos era el ideal de una escuela única. De ahí en adelante, la
mayoría de las escuelas rurales serían alternas: un día para los varones, un
día para las mujeres; otras fueron para niñas y otras para niños; algunas con
dos años de estudio y otras con cuatro. Menos tiempo en el que los niños del
campo solo recibieron una condensación del programa de la escuela urbana. Y todo en medio del periodo conocido como el
de La Violencia, que amenazaba el progreso económico del país.
El presidente Gustavo Rojas Pinilla utilizó
sistemáticamente a las misiones extranjeras para buscar una solución a los
problemas de la educación colombiana, lo que fue considerado como la causa
principal de esa Violencia según Alberto Lleras Camargo y otros, lo que
conllevó a que, en 1958, por referéndum, se destinara el 10% como porcentaje
mínimo del presupuesto nacional para educación. Pero como ya anotamos, la enseñanza
que se recibía en las veredas era una porción de la que se enseñaba en las
ciudades y, además, alejada y desconocedora de la vida en el campo.
Al finalizar la década de los años 1950, un
sacerdote católico, José Joaquín Salcedo Guarín, revolucionó la educación en las veredas a través de las trasmisiones de las Escuelas Radiofónicas desde el Valle
de Tenza; acercó a los campesinos a la educación básica escolar y les enseñó a ponerla
en práctica con sus labores en el campo. Pero esa es otra historia que merece
ser contada con amplitud, a pesar de que no duró lo que merecía perdurar.
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*Reservados todos los derechos. De acuerdo con las disposiciones vigentes sobre propiedad intelectual, podrán citarse fragmentos de este blog, caso en el cual deberá indicarse la fuente y los nombres de los autores de la obra respectiva, siempre y cuando tales citas se hagan conforme a los usos honrados y en una medida justificada por el fin que se persiga, de tal manera que con ello no se efectúe una reproducción no autorizada de la obra citada.
Durante nueve meses, los enamorados que se solían citar frente a la iglesia San Francisco, en el centro de Bogotá, no encontraron el entonces reloj más grande de la ciudad para saber la hora de sus encuentros.
Por D.C.D
El 24 de junio de 1975, el reloj de la iglesia San Francisco regresó a su sitio. Al medio día de ese martes, decenas de bogotanos se pararon frente a la iglesia por tres horas consecutivas para observar la izada del pesado reloj que había vuelto a su tradicional lugar a marcar nuevamente la marcha del tiempo.
Los curiosos se aglutinaron frente al atrio del antiguo templo minutos después que los técnicos sacaron el gigantesco tablero de 2.5 metros de diámetro y a punto estuvieron de sufrir una tortícolis de tanto mirar hacia arriba mientras izaban el reloj hasta la cúpula.
Durante nueve meses, el ‘Bornan’ alemán de tablero de porcelana permaneció en los talleres de Eduardo Rojas Zapata y Luis Eduardo Yanke, quiénes durante esos meses dedicaron 10 de las 24 horas del día al ajuste de la máquina que unos meses atrás había comenzado a retrasar sus horas, razón por la cual muchos de los curiosos que se dieron cita esa mañana en la Jiménez con Séptima comentaban, entre risas, que por culpa de la mala hora marcada por el gigantesco reloj perdieron citas y posibles amores al no coincidir el tiempo marcado en lo alto de la cúpula con el de sus relojes de mano.
Y es que como dijo Gabriel García Márquez en su autografía Vivir para contralo, las horas marcadas en la cúpula de San Francisco servían para ajustar los relojes de mano: "Los hombres se detenían en la calle o interrumpían la charla en el café para ajustar los relojes con la hora oficial de la iglesia".
Enamorados y comerciantes, tenían como única referencia del tiempo el que les indicaba las manecillas fijadas en lo alto de la torre de la iglesia de San Francisco. Tanto que olvidaban que desde el siete de diciembre de 1969, el vecino edificio del diario El Tiempo marcaba el propio con un "artilugio electrónico": su reloj de bombillos, como lo llamaron por mucho tiempo.
Descubrimientos
La bajada del reloj no solo sirvió para volver a marcarle la hora a todos, también para descubrir detalles del aparato que no se sabían. Por ejemplo, sobre una inscripción grabada en la campana mayor del delicado sistema donde se lee: Este reloj con campana es donado para la iglesia de San Francisco por el Fray Nepomuceno A. Ramos y el Fray Rafael Almanza. Marzo 19 de 1896. La leyenda estaba cubierta por una gruesa capa de pasta que a su vez estaba tapada por el polvo.
Durante los nueve meses del reloj de San Francisco en tierra, se aprovechó para tomar su verdadera dimensión: el minutero marcó en las escalas una longitud de 1. 18 metros y el horario 1.05 metros. Ambos tuvieron que pasar por pintura al mate y al fuego. En esta labor colaboraron Saulo Glottmann, Gustavo Rodríguez y Ramiro Corrales quienes luego, en los talleres de Icasa, trabajaron en la pintura, esmalte y porcelanización del tablero y los punteros. También en la insignia de la Orden Franciscana (la mano de cristo y la de San Francisco) dibujadas en el centro del tablero.
Una escalera dispuesta por el cuerpo de Bomberos se tuvo que quedar recostada en la torre de la iglesia sin poder ser utilizada, ya que está solo soportaba un peso no mayor a 87 kg y el tablero pesó 20 arrobas. Y mientras veían subir el reloj, los curiosos hablaban del Tour de Francia que por primera vez tendría a un colombiano, al día siguiente, en la fila de salida: Martín Emilio ‘Cochise’ Rodríguez a quien otros relojes, al otro lado del Atlántico, le iban a medir el tiempo.
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En el año 2008, en la torre de la iglesia San Francisco, el tiempo nuevamente se detuvo. Esta vez para siempre...
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Contrario a lo que se pudiera pensar, el primer arriero que
representó al café colombiano en el mundo no era de ninguna población del eje
cafetero ni de Colombia. Era cubano, de La Habana, y además alejado del campo.
Lo suyo era actuar y cantar ópera en Estados Unidos.
Por D.C.D
En esas andaba José Duval, cantando y actuando, cuando lo
encontró un agente de la agencia de publicidad neoyorquina Doyle Dane
Bernbach que buscaba un arriero para posicionarlo como símbolo
del café de Colombia, y por pedido de la Federación Nacional de Cafeteros de
Colombia que quiso enseñar el origen del café a los consumidores. Agencia y
cliente se pusieron de acuerdo en crear un personaje que reflejara los valores
esenciales del productor cafetero colombiano: respeto por el campo, tenacidad,
compromiso con su familia y con su producto. Tras más de tres meses de trabajo
en la campaña, José Duval, en 1959, empezó a posar con bultos, granos de café y
al lado de una mula.
En lugares como la Plaza de Bolívar en Bogotá, la Quinta Avenida
de New York, cafetales colombianos, y durante diez años, José Duval se terció
sobre sus hombros un carriel, se puso un sombrero aguadeño, un poncho y las
alpargatas que le dieron la imagen de un arriero que bien hubiera podido haber nacido en Villamaría, Santa Rosa de Cabal, Salamina, o en cualquiera de las
poblaciones que componen el eje cafetero. Afiches y comerciales, con la imagen
del arriero José Duval dieron a conocer al mundo el café colombiano. Luego
llegaría, en 1982, el avatar del cafetero y la mula Conchita, pero no con el
rostro del cubano.
José Duval, como arriero colombiano, se dio a conocer en los
lugares a donde llegó el aroma del café de Colombia. Participó en musicales
como El Rey y Yo, y arribó al cine en películas como Los Reyes del Mambo y El Cardenal.
Y para alargar su sombra colombiana grabó, en los Estados Unidos, con la
orquesta de Ray Martín, un long play con canciones colombianas: Santa Marta,
Cartagena, La Múcura, Bogotana y hasta cantó las Flores Negras del poeta chiquinquereño
Julio Flórez. El elepé (Songs of Juan Valdez), circuló en el mercado
norteamericano lanzado por la Camden, el sello del gramofono y el perrito de la
RCA Víctor.
José Duval, hijo de inmigrantes españoles, murió en Estados
Unidos el 14 marzo de 1993 a causa de un infarto cardíaco, 24 años después de
haber sido la imagen del producto más posicionado de Colombia en el mundo.
De Bogotá a Tunja, en 1911, el vehículo del hijo menor del fotógrafo Henry Duperly, se salió de la vía y terminó contra un muro de piedra. Él, aprendiz de negociante, quiso incursionar en el transporte con esta ruta que por entonces era un camino de herradura apto solo para corajudos caballos. Como miembro de la tercera generación de la familia que retrató a Colombia desde finales del siglo XIX, Óscar sacó su cámara y dejó constancia del tercer y último viaje de la pionera empresa.
Por D.C.D.
Cuatro años
después, enamorado y sin perder su alma de negociante, Óscar Duperly se radicó
en Medellín poniendo fin a su vida nómada. Vendió insumos fotográficos y hasta estufas
de la marca Toledo; se hizo reportero gráfico en la revista sábado, retrató el
día a día de la ciudad y se casó con María Luisa Cano, una de las siete hijas
de Fidel Cano Gutiérrez, fundador de El Espectador. El matrimonio siguió el
negocio familiar en el taller fotográfico Oduperly, donde eran representantes
de la Eastman Kodak Company.
Ahí, en ese
local ubicado en la Calle Colombia número 237, entre las carreras Junín y Sucre, enseñó a sus clientes a usar las cámaras de
carrete que por entonces empezaron a masificar la fotografía en la ciudad. Gracias
a esas máquinas, y a las clases de Oscar Duperly, muchas familias antioqueñas pudieron
heredar sus recuerdos detenidos en el tiempo, plasmados en un papel, y muchos
de ellos a color, porque Óscar importó desde Rochester (Estados Unidos) las máquinas
que marcaron un antes y un después en la fotografía.
Entre foto
y foto, Óscar Duperly fue miembro de la junta de Empresas Públicas de Medellín,
ciudad de la cual fue el primer director de Tránsito y además Concejal por el partido Liberal. Murió en
Medellín, en 1960, después de 73 años de haber nacido en Jamaica a donde su
abuelo, Adolphe Duperly, llegó desde Francia - en 1861 - a retratar el otro lado
del mundo. Nunca abandonó su pasión por la foto fija, la que heredó de su padre,
el gran Henry Duperly, desde aquellos días en que la sociedad bogotana se retrataba
en la calle 17 No. 79, el lugar donde se instaló el estudio de ‘Fotografía
Inglesa H. L. Duperly & Son’.
Tal vez Óscar
no imaginó que al “estrellar” su negocio de transporte contra un muro de piedra,
en la vía Bogotá-Tunja, le estaba dando continuidad al legado gráfico más
grande que familia alguna le haya heredado a los colombianos.
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